EL FIN DEL MUNDO - Marina Siri
Cuando niña, la temible idea del fin del mundo solía alimentar mi fantasía, quizá magnificada por los relatos apocalípticos y los temores desencadenados desde siglos de religioso atavismo. De vez en cuando, algún suceso ocasional inspiraba a más de un notorio “bocaza” de la radio y la predicción se desparramaba. El rumor avanzaba, tímido primero, hasta alcanzar una presencia que hacía dudar hasta a los más necios. “¡El 8 de diciembre será el fin del mundo!”, se anunciaba, y uno lo vivía con una suerte de mágica y fatal expectativa, aunque en el fondo, el descreimiento militaba en la conciencia de todos. Nadie dejaba de hacer y deshacer, algunos incluso se aprestaban a esperar el día con algún festejo, en una suerte de conjuro contra la funesta idea; y unos pocos, poquísimos, daban crédito a las versiones, refugiándose en rezos y ceremonias o enfundándose en la expiación de sus culpas terrenales. Mi memoria vuela hacia la luminosa mañana de uno de esas disparatadas jornadas de “fin del mundo”, un domingo estival en el que viajábamos en caravana hacia nuestro habitual picnic a las orillas del arroyo Mártires. Nada parecía más alejado que la loca predicción bíblica, y la sensación de aventajar a la amenaza, hacía más leve mi ánimo, y arrogante mi victoria sobre el posible horror. A los ocho años, no comprendía cabalmente porqué no era más grande mi pavura ante estos augurios. Quizá fuera que el mundo no había adquirido aún el desquicio de cuarenta años más tarde, y la posibilidad de un estallido global era más lejana que la utopía libertaria que comenzaba a encenderse. Desde hace un tiempo despertamos con la despojada certeza de que está allí, en el horizonte; “el fin del mundo” al alcance de la mano, por fin tan fatídicamente próximo y previsible.
Paraiso
Todavía resonaban en su cabeza las palabras de Mari Cielo: “No me dejes Angel, por favor, no te vayas”. No le había quedado más remedio que viajar a Paraíso. ¡Le habían hablado tan bien de ese lugar! Había cogido las maletas, las había metido en el coche y había conducido durante todo el día.
Una vez en Paraíso, se instaló en la casa que le habían buscado en el trabajo: tenía chimenea, algunos libros (con el tiempo él se encargaría de tener más), un buen equipo de música y muebles confortables.
Al día siguiente se incorporó a su nueva oficina. Había conseguido el puesto que tanto había anhelado. Parecía estar satisfecho, pero conforme pasaban los días, se daba cuenta de que había un hueco que era incapaz de llenar.
Al cabo de un tiempo, reunió alrededor de la chimenea de su casa, a los pocos amigos que había hecho en Paraíso y les dijo: “Estoy muy a gusto en esta ciudad, pero me tengo que volver a Báratro, porque por las mañanas cuando me despierto, no puedo ver a Mari Cielo, como antes me ocurría nada más abrir los ojos, y eso es algo que no puedo superar”.
Mercedes Prieto
Si Conan Doyle levantara la cabeza.

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