CENIZA DE AZUFRE Y DE GAVIOTAS
(Isabel Humbert)
Ceniza de azufre y de gaviotas. Ese fue su retorno, lo único que le quedó de las risas de los años anteriores.
Juan, como todas las tardes sin lluvia, había estado jugando a la guerra, con sus amigos, por el malecón de Fuenterrabía, porque para él la guerra era un juego, o una de esas películas que veía los domingos en el cine “Regio”, sentado con los muchachos en las filas del final. Las guerras de sus películas eran antiguas y vestían, a veces, pelucas y galones, y corrían, a veces, en cuadrigas y disparaban pistolas con ruido de desierto. Algunas se cubrían con cascos de camuflaje. Y en todas había una chica de rizos ondulados y roja sonrisa con la que soñar.
En sus juegos estaba la chica y él era el capitán y mataba a los malos después de haber agonizado lentamente sin llegar a morir porque acudían a tiempo los refuerzos y alguien le sacaba la bala del pecho sin que él, valiente, emitiera un solo quejido. Luego la chica le pasaba un pañuelo por la frente y le miraba con arrobo.
Esta vez le habían felicitado todos por su heroicidad y la chica incluso se había atrevido a darle un beso tímido. Pero al volver a casa le arrastró la explosión que no entendía. Le atrapó el olor a humo. Los gritos. Y todo fue ceniza de azufre. Pánico. Sangre. Gaviotas que seguían hablándole del mar, ajenas a todo. Y sus piernas sin vida. Y la chica no estaba.
Ahora su pueblo se llama Hondarribia. Le parece más auténtico. Y él se llama Jon. Casi treinta años después, sus piernas siguen inermes y no le gustan las películas de guerra que ponen por la televisión: demasiados efectos especiales, demasiada rapidez.
Juan, como todas las tardes sin lluvia, había estado jugando a la guerra, con sus amigos, por el malecón de Fuenterrabía, porque para él la guerra era un juego, o una de esas películas que veía los domingos en el cine “Regio”, sentado con los muchachos en las filas del final. Las guerras de sus películas eran antiguas y vestían, a veces, pelucas y galones, y corrían, a veces, en cuadrigas y disparaban pistolas con ruido de desierto. Algunas se cubrían con cascos de camuflaje. Y en todas había una chica de rizos ondulados y roja sonrisa con la que soñar.
En sus juegos estaba la chica y él era el capitán y mataba a los malos después de haber agonizado lentamente sin llegar a morir porque acudían a tiempo los refuerzos y alguien le sacaba la bala del pecho sin que él, valiente, emitiera un solo quejido. Luego la chica le pasaba un pañuelo por la frente y le miraba con arrobo.
Esta vez le habían felicitado todos por su heroicidad y la chica incluso se había atrevido a darle un beso tímido. Pero al volver a casa le arrastró la explosión que no entendía. Le atrapó el olor a humo. Los gritos. Y todo fue ceniza de azufre. Pánico. Sangre. Gaviotas que seguían hablándole del mar, ajenas a todo. Y sus piernas sin vida. Y la chica no estaba.
Ahora su pueblo se llama Hondarribia. Le parece más auténtico. Y él se llama Jon. Casi treinta años después, sus piernas siguen inermes y no le gustan las películas de guerra que ponen por la televisión: demasiados efectos especiales, demasiada rapidez.